Vivir en una resi (1): Mi vecino El Drogata (I)

Para quien no lo sepa, vivo en una residencia de jóvenes trabajadores y estudiantes. Tiene sus inconvenientes y sus ventajas, pero sobretodo da lugar a situaciones dignas de relatar. Graciosas en el mejor de los casos, psicotizantes en el peor de ellos. Dentro de esta última categoría, os voy a hablar de la convivencia con mi vecino “El Drogata”. El tema tiene chicha, así que lo dividiré en varias entradas.

Pues resulta que mi querido vecino se fuma una plantación de maría a diario. Quizás exagero un poco, pero no mucho. Sólo os digo que el olor sale por debajo de su puerta, inunda el pasillo y nos llega a los cuartos de los demás. Nos entra el perfume por las rendijas de las puertas cerradas y por los conductos de ventilación del lavabo.

A mí que la gente beba y se drogue me da lo mismo, cada uno se mete lo que quiere entre pecho y espalda. Yo no fumo porros porque me sientan mal, pero su olor me recuerda al de la carne a la brasa (¿alguien más lo nota?) y me gusta, así que con eso no tengo problema.

Una de mis actividades favoritas en el mundo es dormir. Cómo no tengo oportunidad de hacerlo todo el tiempo que me gustaría, mis horas de sueño son sagradas. Pues bien, a mi vecino le gusta dar fiestas en su “casa” (le llamamos casa pero es más bien una caja grande), a las que invita a sus amigotes, bautizados como «Los Drogatas». Se meten 5 tíos en 11 metros cuadrados y, cuando van puestos hasta las trancas, sacan la cabeza por la ventana para pegar gritos a sus amigos que viven en la otra punta del edificio (imagino que no están con ellos en la “casa” porque no caben dentro).

En toda fiesta digna de llevar ese nombre tiene que haber música, y el Drogata no quería ser la excepción. Sus altavoces tienen unos bajos de una potencia digna del Sónar, lo cual hace que mi “casa” vibre toda entera. Es algo así como intentar dormir dentro de una discoteca. Para más inri, el “BRUUUM BUM BUM BRUUUM” va acompañado de la risilla de cobaya histérica del Drogata y de los berridos de su principal amigo (que en adelante llamaremos “El Yonki”).

Ahora que ya conocéis a mi vecino es momento de hablar de nuestra convivencia.

Todo empezó a finales de septiembre. La música del Drogata me impedía dormir, así que decidí ir a tocar a su puerta para pedirle amablemente que bajara el volumen. Él accedió, sin embargo, en seguida se volvió a repetir la historia. La segunda vez que le pedí que dejara de hacer ruido él accedió de nuevo, de mala gana.

Llegó entonces el día del Primer Enfrentamiento (también conocido cómo Episodio I). Esta vez, El Drogata se negó a bajar el volumen porque, según él, ici on est en France, y en France él puede hacer todo el ruido que le salga del moño hasta las 23h.  Si a las 22h30 a mí me apetece hablar por teléfono, leer o irme a dormir, pues me jodo y bailo.

Cómo buena estudiante de derecho fui a consultar el Código (bueno, en este caso, la hoja de reglamento de la resi), el cual estipula en sus nobles disposiciones que cuando un residente molesta a otro con su ruido tiene que pararlo inmediatamente, sea la hora que sea.

Hasta ese punto, yo había intentado hacer ver que tanto él como yo éramos personas adultas y civilizadas, pero quedó demostrado que me equivocaba. No tenía elección: había llegado el momento de llamar al Guardián. Contrariamente a lo que podáis pensar, el Guardián no es el líder de una secta, tampoco un superhéroe que socorre a las chicas víctimas de sus vecinos fiesteros, ni siquiera es un personaje de Harry Potter. El Guardián es el conserje de la resi (le gardien), al que se supone que tenemos que llamar si tenemos algún problema. Pues bien, aquella noche El Guardián subió y les pidió a Los Drogatas que bajaran la música… y el resto os lo cuento mañana.